
Relato de César Sánchez Martínez / LIMA
Mi infancia en Pueblo Libre fue muy hermosa. Vivía en uno de los callejones de la cuarta cuadra de la Av. Sucre que tenían cuatro caños y un par de duchas. Eran dos callejones, no quintas, frente a la entonces Farmacia «Tizón». Solía jugar junto a las tapias que protegían unos platanales (Hoy Supermercados Metro) en la siguiente cuadra por donde corría un riachuelo y habitaban algunas ratas en los alrededores. Me agradaba el olor del barro con paja que eran parte de los vetustos muros, donde todo el mundo trepaba para llevarse algunos plátanos. Parecía el huerto del pueblo, en este caso, el “huerto de un pueblo libre”. Se le conocía entonces como la Magdalena Vieja. El callejón donde vivía tenía cuatro caños públicos en la parte delantera, dos duchas y unos tres baños, no me acuerdo muy bien.
Mi familia vivía en el interior «7» y el «Siete Conchas» en el «10», quien era un agente municipal que solía cobrar coimas a los comerciantes y hacerse el de la vista gorda, para no ver algunas irregularidades en la conducción de los negocios, según comentaban mis padres. También estaba doña Rosita, una anciana que todos los días escuchaba sus radionovelas por Radio Programas del Perú (Ahora la emisora noticiosa RPP). Mi mamá Sara hacía lo propio en Radio La Crónica. Así escuché «El derecho de nacer», «La rebelión de la juventud» y «El antifaz de carne», entre otras radionovelas que aún recuerdo.
Frecuentemente pasaba el tranvía por la Av. Sucre y me gustaba mirarlo hasta que se perdía por el Parque de la «Cruz del Viajero». Cerca de ese parque que en realidad no era un parque, sino un monumento de madera y un «terral» (pampón), ahora se levantan modernos edificios. He subido al tranvía y me llamaba la atención el cobrador. Generalmente eras personas mayores con una cartera sencillera en la cintura, y una viscera a manera de ala de gorro en la cabeza.
Al parecer, el “Siete Conchas” tenía mejores recursos económicos. Era el único vecino que tenía un amplio televisor en su casa. Aún recuerdo esos aparatos. Eran cajas de madera, en forma cuadrada, marca Westinghouse y con la perilla encima de la caja. El Westinghouse era una de las líneas de televisores, en blanco y negro, más prestigiosas de la época, de origen estadounidense.
De niño caminaba por el Jr. Vivanco, pero no pasaba por la «casa de las brujas», que era una casona ubicada en la esquina de Vivanco con Sucre. Mi hermana mayor me había dicho que en esa casa vieja vivían brujas y «penaban». No sabía que era “penar”, pero yo tenía miedo.

Todos los días caminábamos hasta el Centro Escolar de Mujeres (Hoy Institución Educativa «Hermanos Busse»), donde ella se quedaba y yo seguía para estudiar «transición» en una escuelita fiscal del Jr. María Parado de Bellido, que ya no existe. Era el año de 1964. Más que estudiar, me gustaba ir por Anita, una compañerita de estudios de unos seis años de edad y también por mi profesora, una mujer esbelta, muy guapa, pero que me había «agarrado de punto» con las preguntas diarias de las clases. El resultado fue que esa guapa docente que me gustaba mucho me desaprobó de año por no saber las lecciones y por tantas ausencias que tenía, no porque no quería ir a «estudiar» porque ahí estaba Anita y ella misma, sino porque los problemas de mis padres, que luego se separaron, me impedían concurrir todos los días a ver a esa dulce niña de mirada tierna y triste, a quien nunca le hablé.
Cuando salía de la escuela me cruzaba con el “Siete Conchas”, porque a media cuadra estaba el mercado municipal, donde el facineroso, que sólo sabía que se llamaba Héctor, operaba impunemente, pero todos en el callejón y en la calle le decían o gritaban “¡Siete Conchas!”
Mi tío César nos llevaba al cine Florida para ver alguna película clásica entre “jovencitos y apaches” los domingos en la mañana, que era la función Matinal. No pagábamos entrada porque mi tío trabajaba ahí. En su moto Suzuki llevaba el rollo de la película a otro cine cercano, sea el Diamante en la cuadra 8 de la Av. Brasil o el Broadway en la cuadra 35 de la misma avenida. También al Cine Gardel de la cuadra 2 del Jr. Bolognesi o del Cine Brasil de la cuadra 7 de la Av. Brasil, o del Cine Ídolo del Jr. Gamarra.
Con tío César tuvimos el privilegio de ver grandes películas como “La Cenicienta”, “La Dama y el Vagabundo”, “Robín Hood”, “Los viajes de Simbad el marino” o en Semana Santa vimos “Ben Hur”, “Los diez mandamientos”, “El manto sagrado”, entre otras películas. Pero a mí me encantaba las películas del viejo oeste con apaches como “Lo bueno, lo malo y lo feo”, “Río Bravo”, “Gerónimo”, “Flecha Rota”, “Fuerte Yuma”, y otras tantas, cuya colección las guardo en mi biblioteca. Pero también, a pesar de ser un niño, mis hormonas decían otra cosa cuando veía a Elizabeth Taylor, Ava Garnerd, Natalie Wood, Ingrid Bergman, Lana Turner, Grace Kelly, Sofía Loren, Brigitte Bardot, Jane Fonda, Claudia Cardinalle, María Félix, entre otras divas del cine clásico mundial. Así mi tío se convirtió en el culpable de haber olvidado a la niña Anita y a la exuberante profesora de mi niñez.
Pero todo se echaba a perder, cuando el “Siete Conchas” también venía con sus hijos al cine. La gente comentaba y disimuladamente lo miraban. Eso me distraía y perdía la secuencia de la películas.
Con mi padre, algunas veces, paseábamos por el Jr. Vivanco y otras calles, pero en mis andanzas personales, mi lugar favorito era el parque que está frente al Museo de Arqueología y la Municipalidad de Pueblo Libre.
A pocos metros estaban la antigua taberna «Queirolo», la comisaría frente a la iglesia y el cuartel, donde los «cachaquitos» paseaban los días domingos, alimentándose en el mercado. Cerca al cuartel había una panadería donde solía comprar «palitos» de pan que los comía mientras caminaba para llegar a casa y si tenía un sencillo más, me tomaba una Inca Kola, la bebida de sabor nacional.
De Pueblo Libre recuerdo el museo, la municipalidad, el cuartel, el cine, el platanal, el tranvía, la farmacia, la taberna, las ratas, el colegio, el mercado, el callejón, la casa de las brujas, el parque, la niña Anita, mi profesora, pero el “Siete Conchas” se lleva la gloria de todo.
CESAR SANCHEZ MARTÍNEZ (Lima 1957). El autor es escritor y periodista colegiado, especializado en Economía y Liderazgo. Se formó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Universidad ESAN. Ha realizado estudios de especialización en Buenos Aires y Montevideo. Desarrolló cursos y diplomados en España, Turquía, Estados Unidos, Argentina, Colombia y Ecuador. Ha ganado algunos Premios de Periodismo y ha escrito más mil artículos en diversas publicaciones de América Latina, Estados Unidos y España. Como coach-mentor es conferencista en temas de Liderazgo Emprendedor y es director del diario CERTEZA y del blog del mismo nombre que tiene más de medio millón de visitas. También dirige el blog periodístico evangélico SCRITURA que registra más de 13,000 visitas.